Extracto de "La Historia Secreta de los Jesuitas", páginas 8-16

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“El amor a la verdad es nuestra única salvación”.
Jean Guehenno – Academia Francesa

“Por lo cual, desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo”. (Efesios 4:25)

Prólogo

Según recordaba Adolphe Michel, escritor del siglo 19, Voltaire calculó que a través de los años se habían escrito alrededor de seis mil obras sobre los jesuitas. “¿Cuál será el total un siglo después?”, se preguntaba Michel, pero de inmediato concluyó: “No importa. Mientras haya jesuitas, se tendrán que escribir libros contra ellos. No queda nada nuevo que se pueda decir al respecto, pero cada día hay nuevas generaciones de lectores... ¿Buscarán estos lectores los libros antiguos?”[1]

Bastaría esa razón para justificar que tratemos de este tema tan discutido. En realidad, ya no existen muchos de los primeros libros que relataban la historia de los jesuitas. Sólo se encuentran en algunas bibliotecas públicas, por lo que resultan inaccesibles para la mayoría de los lectores. Siendo nuestro objetivo informar al público en general, creímos necesario ofrecer un resumen de esas obras.

Hay otra razón, tan válida como la anterior. Así como surgen nuevas generaciones de lectores, surgen también nuevas generaciones de jesuitas. Y éstos trabajan ahora con los mismos métodos tortuosos y tenaces que, en el pasado, activaron los reflejos de defensa de naciones y gobiernos. Los hijos de Loyola son hoy –y podríamos decir, más que nunca– el ala principal de la Iglesia Romana. Tan bien disfrazados como en el pasado, si no mejor, siguen siendo los más notables “ultramontanos”, agentes discretos pero eficaces de la Santa Sede en todo el mundo, defensores camuflados de su política y el “ejército secreto del papado”.

Por esta razón, el tema de los jesuitas nunca se agotará. Aunque abunde literatura sobre ellos, cada época deberá añadir algunas páginas, marcando la continuidad del sistema oculto que principió hace cuatro siglos “para la gran gloria de Dios”, pero que existe realmente para la gloria del papa.

A pesar del movimiento general hacia una creciente “laicización”, y del inevitable progreso del racionalismo que cada día reduce más el dominio del “dogma”, la Iglesia Romana no podía abandonar su gran objetivo inicial: reunir bajo su báculo a todas las naciones del universo. Pase lo que pase, esta monumental “misión” debe continuar entre los “infieles” y los “cristianos separados”. El clero secular tiene el deber de mantener las posiciones adquiridas (un arduo trabajo en la actualidad), mientras que de ciertas órdenes regulares depende el crecimiento del redil de fieles, convirtiendo a los “herejes” e “infieles”, que es una tarea aún más ardua. El deber es preservar o adquirir, defender o atacar, y en el frente de batalla está la fuerza móvil de la Sociedad de Jesús: los jesuitas.

Hablando propiamente, la Sociedad no es secular ni regular en términos de su Constitución. Es una compañía sutil que interviene donde y cuando sea conveniente, en la iglesia y fuera de ella. En resumen, es “el agente más hábil, perseverante, audaz y convencido de la autoridad papal”, como escribió uno de sus mejores historiadores.[2]

Veremos cómo se formó este cuerpo de “jenízaros” y cuál era el servicio invaluable que rendían al papado. Asimismo, veremos que su eficaz celo lo hizo indispensable para la institución que servía, ejerciendo sobre ella tal influencia que a su general se le llamó el “papa negro”, y con razón, porque en el gobierno de la iglesia cada vez era más difícil distinguir la autoridad del papa blanco de la de su poderoso coadjutor.

Por tanto, este libro es una mirada retrospectiva y, a la vez, una actualización de la historia del “jesuitismo”. La mayoría de las obras sobre los jesuitas no tratan de su importante rol en los eventos que afectaron al mundo en los últimos 50 años. Por tanto, creímos que era tiempo de llenar ese vacío, o, más precisamente, de iniciar con nuestra modesta contribución un estudio más profundo del tema, sin ocultar los obstáculos a los que se enfrentarán los autores no apologistas que deseen escribir sobre este tema candente.

Entre todos los factores que fueron parte de la vida internacional en un siglo lleno de confusión y agitación, uno de los más decisivos —y más reconocidos— es la ambición de la Iglesia Romana. Su afán secular de extender su influencia hacia el este, la convirtió en la aliada “espiritual” del pangermanismo y en su cómplice en el intento de obtener supremo poder; esto causó muerte y destrucción a los pueblos de Europa dos veces: en 1914 y en 1939.[3]

La gente prácticamente desconoce la enorme responsabilidad del Vaticano y de los jesuitas en el inicio de las dos guerras mundiales; esto, en parte, se debió a los grandes recursos financieros que el Vaticano y los jesuitas tenían a su disposición, dándoles poder en muchos ámbitos, especialmente después del último conflicto.

En realidad, su papel en aquellos trágicos eventos casi no se ha mencionado sino hasta estos tiempos, excepto por apologistas deseosos de encubrirlo. A fin de rectificar esto y dar a conocer los hechos, presentamos en este libro y en otros la actividad política del Vaticano durante la época contemporánea, la cual tiene que ver también con los jesuitas.

Este estudio se basa en irrefutables documentos de archivo, en publicaciones de conocidos políticos, diplomáticos, embajadores y escritores eminentes —en su mayoría, católicos–, legalizadas incluso por el imprimátur.

Estos documentos revelan las acciones secretas del Vaticano y sus hechos malignos para originar conflictos entre naciones cuando esto beneficiaba sus propios intereses. Con la ayuda de artículos concluyentes, mostramos el papel de la “iglesia” en el surgimiento de regímenes totalitarios en Europa.

Estos testimonios y documentos constituyen una acusación devastadora y, hasta ahora, ningún apologista ha intentado refutarlos.

El 1o de mayo de 1938, el “Mercurio de Francia” nos hizo recordar lo que se había dicho cuatro años antes:

“El Mercurio de Francia del 15 de enero de 1934 afirmó –y nadie lo contradijo– que Pío XII ‘hizo’ a Hitler. Éste subió al poder, no por medios legales, sino por la influencia del papa sobre el Centro (partido católico alemán)... ¿Piensa el Vaticano que cometió un error político al abrirle a Hitler el camino al poder? Al parecer, no...”

Aparentemente no pensaban así cuando se escribieron esas palabras, un día después del “Anschluss” cuando Austria se unió al tercer Reich, ni después, cuando aumentó la agresión nazi, ni durante la Segunda Guerra Mundial. De hecho, el 24 de julio de 1959, Juan XXIII, sucesor de Pío XII, le otorgó a su amigo Franz Von Papen el título honorario de chambelán privado. Éste había sido espía en los Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial, y uno de los responsables de la dictadura de Hitler y del Anschluss. Se tendría que sufrir de un tipo peculiar de ceguera para no ver esos hechos tan evidentes.

Respecto al acuerdo diplomático entre el Vaticano y el Reich nazi el 8 de julio de 1933, el escritor católico Joseph Rovan dice:

“El Concordato le dio al gobierno nacionalista-socialista –que en la opinión de casi todos estaba formado por usurpadores, si no bandoleros– el sello de un acuerdo con el poder internacional más antiguo (el Vaticano). En cierto modo, equivalía a un diploma de honorabilidad internacional” (“Le catholicisme politique en Allemagne”, París, 1956, p. 231, Ed. du Seuil).

El papa, no satisfecho con brindarle su apoyo “personal” a Hitler, le dio así el apoyo moral del Vaticano al Reich nazi.

Al mismo tiempo que el terror empezaba a reinar en el otro lado del Rin, siendo aceptado y aprobado tácitamente, los llamados “camisas negras” habían puesto ya a 40,000 personas en campos de concentración. Los pogromos aumentaban al paso de esta marcha nazi: “Cuando la sangre judía corre por el cuchillo, nos sentimos bien otra vez” (Horst-Wessel-Lied).

En los siguientes años, Pío XII vio cosas aún peores sin escandalizarse. No es de sorprender que los líderes católicos de Alemania compitieran entre sí en su servilismo hacia el régimen nazi, inspirados por su “Cabeza” en Roma. Resulta una experiencia increíble leer los pensamientos confusos y las acrobacias verbales de teólogos oportunistas como Michael Schmaus. Pío XII lo nombró después “príncipe de la iglesia” y, el 2 de septiembre de 1954, “La Croix” lo describió como “el gran teólogo de Munich”, lo que hizo también el libro “Katholisch Konservatives Erbgut”, del cual alguien escribió:

“Esta antología reúne textos de los principales teóricos de Alemania, desde Gorres hasta Vogelsang; nos hace creer que el nacional-socialismo nació pura y simplemente de ideas católicas” (Gunther Buxbaum, “Mercure de France”, 15 de enero de 1939).

Los obispos, que debido al Concordato debían jurar lealtad a Hitler, procuraban siempre superarse el uno al otro en su “devoción”:

“Bajo el régimen nazi, constantemente hallamos el apoyo ferviente de los obispos en toda la correspondencia y en las declaraciones de los dignatarios eclesiásticos” (Joseph Rovan, op. cit., p. 214).

Según Franz Von Papen, a pesar de la obvia diferencia entre el universalismo católico y el racismo hitleriano, estas dos doctrinas se habían “reconciliado armoniosamente”; este escandaloso acuerdo se dio porque el “nazismo es una reacción cristiana contra el espíritu de 1789”.

Retornemos a Michael Schmaus, profesor de la Facultad de Teología de Munich, quien escribió:

“Imperio e Iglesia es una serie de escritos que deberían contribuir al desarrollo del tercer Reich porque une a un estado nacional-socialista con el cristianismo católico...

“Estos escritos, totalmente alemanes y totalmente católicos, exploran y favorecen las relaciones y reuniones entre la Iglesia Católica y el nacional-socialismo; abren el camino para una cooperación fructífera, como se describe en el Concordato... El movimiento nacional-socialista es la protesta más fuerte y masiva contra el espíritu de los siglos 19 y 20... La idea de tener un pueblo de una sola sangre es la idea central de sus enseñanzas, y todos los católicos que obedecen las instrucciones de los obispos alemanes tienen que admitir que es así... Las leyes del nacional-socialismo y las de la Iglesia Católica tienen el mismo objetivo...” (Begegnungen zwischen Katholischem Christentum und nazional-sozialistischer Weltanschauung Aschendorff, Munster, 1933).

Este documento prueba que la Iglesia Católica jugó un papel primordial para elevar a Hitler al poder; en realidad fue un arreglo establecido de antemano. Muestra el horrendo acuerdo entre el catolicismo y el nazismo. Se ve claramente el odio del liberalismo, que es la clave en este asunto.

En su libro “Católicos de Alemania”, Robert d’Harcourt, de la Academia Francesa, dice:

“De todas las declaraciones episcopales que siguieron a las elecciones triunfales del 5 de marzo de 1933, el punto más vulnerable se halla en el primer documento oficial de la iglesia que contiene las firmas de todos los obispos alemanes. Nos referimos a la carta pastoral del 3 de junio de 1933, que involucra a todo el episcopado alemán.

“¿Qué forma tiene este documento? ¿Cómo principia? Con una nota de optimismo y una declaración alentadora: ‘Los hombres a la cabeza de este nuevo gobierno, para alegría nuestra, nos han asegurado que ellos y su trabajo tienen un fundamento cristiano. Una declaración de tan profunda sinceridad merece la gratitud de todos los católicos’” (París, Plon, 1938, p. 108).

Desde el principio de la Primera Guerra Mundial varios pastores han llegado y se han ido, pero su actitud, sin variar, ha sido la misma hacia las dos facciones que se enfrentaron en Europa.

Muchos autores católicos no pudieron ocultar su sorpresa –y tristeza– al escribir sobre la indiferencia inhumana de Pío XII ante las peores atrocidades cometidas por aquellos que contaban con el favor del papa. De los numerosos testimonios, citaré uno de los ataques más moderados contra el Vaticano, presentado por Jean d’Hospital, corresponsal de “Monde”:

“El recuerdo de Pío XII está rodeado de dudas. En primer lugar, observadores de cada nación, y aun dentro de los muros del Vaticano, plantean esta pregunta candente: ¿Sabía él de ciertas atrocidades que se cometieron durante esta guerra que Hitler inició y dirigió?

“Teniendo siempre a su disposición los informes regulares y trimestrales de los obispos... ¿podía ignorar él lo que los líderes militares alemanes nunca pudieron pretender que ignoraban: la tragedia de los campos de concentración –civiles condenados a la deportación–, las masacres a sangre fría de los que ‘estorbaban’ – el terror de las cámaras de gas–, donde millones de judíos fueron exterminados por razones administrativas? Y si lo sabía, como fideicomisario y líder principal del evangelio, ¿por qué no salió vestido de blanco, con los brazos extendidos formando la cruz, para denunciar un crimen sin precedentes y gritar: ¡No!?...

“Almas devotas buscarán en vano en las encíclicas, discursos y mensajes del papa ya fallecido; no hay indicio de condenación de esta ‘religión de sangre’ instituida por Hitler, el anticristo... no encontrarán condenación del racismo, que es una obvia contradicción del dogma católico” (“Rome en confidence”, Grasset, París, 1962, pp. 91ss).

En su libro “Le silence de Pie XII” (publicado por Du Rocher, Mónaco, 1965), el autor Carlo Falconi escribe:

“La existencia de tales monstruosidades (exterminaciones masivas de minorías étnicas, prisioneros y civiles deportados) destruye todo estándar de bien y mal. Va contra su dignidad como individuos y como sociedad en general, a tal grado que nos vemos obligados a denunciar a quienes hubieran podido influir en la opinión pública, ya fueran civiles comunes o gobernantes.

“Permanecer callados ante tales atrocidades sería colaborar con ellos. Estimularía la maldad de los criminales, fomentando su crueldad y vanidad. Pero, si toda persona tiene el deber moral de reaccionar al enfrentar tales crímenes, tal deber es aun doble para las sociedades religiosas y sus líderes, y sobre todo para el líder de la Iglesia Católica.

“Pío XII nunca condenó directa y explícitamente la guerra de agresión, mucho menos los inconcebibles crímenes que los alemanes o sus cómplices cometieron durante esa guerra.

“Pío XII no permaneció callado por ignorar lo que sucedía; desde el principio supo de la gravedad de la situación, quizá aún mejor que cualquier otro jefe de estado del mundo...” (pp. 12ss).

¡La situación es aún peor! El Vaticano ayudó a cometer esos crímenes al “prestar” a dos de sus prelados para que actuaran como agentes pro nazis: monseñores Hlinka y Tiso. También envió a Croacia a su legado, el R.P. Marcone, quien con la ayuda del monseñor Stepinac debía vigilar el “trabajo” de Ante Pavelic y sus “ustashis”. Dondequiera que miremos, vemos el mismo espectáculo.

Como hemos mostrado, no censuramos tan solo esa monstruosa parcialidad y complacencia. El crimen imperdonable del Vaticano fue su participación decisiva para causar las dos guerras mundiales.[4]

Veamos lo que dice Alfred Grosser, profesor del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de París:

“El conciso libro de Guenter Lewy, ‘The Catholic Church and nazi Germany’ (La Iglesia Católica y la Alemania nazi –Nueva York, McGrawhill, 1964), afirma que todos los documentos concuerdan al mostrar que la Iglesia Católica cooperó con el régimen de Hitler...

“En julio de 1933, cuando el Concordato obligó a los obispos a hacer un juramento de lealtad al gobierno nazi, los campos de concentración ya estaban operando... las citas compiladas por Guenter Lewy lo prueba abrumadoramente. En ellas encontramos evidencias devastadoras sobre personas importantes como el cardenal Faulhaber y el jesuita Gustav Gundlach”.[5]

Realmente no hay argumento que pueda refutar esta cantidad de pruebas sobre la culpabilidad del Vaticano y de los jesuitas. Su ayuda fue la principal fuerza que permitió el rápido ascenso de Hitler al poder, quien juntamente con Mussolini y Franco –a pesar de las apariencias– eran sólo peones para la guerra que el Vaticano y sus jesuitas manipulaban.

Los turiferarios del Vaticano deben bajar la cabeza avergonzados cuando un miembro del parlamento italiano exclama: “Las manos del papa están bañadas de sangre” (discurso que Laura Díaz, miembro del parlamento por Livourne, presentó en Ortona el 15 de abril de 1946), o cuando los estudiantes de la Universidad de Cardiff escogen este tema para una conferencia: “¿Se debería juzgar al papa como criminal de guerra?” (“La Croix”, 2 de abril de 1946).

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El papa Juan XXIII, refiriéndose a los jesuitas, dijo: “Perseveren, amados hijos, en las actividades por cuyos méritos ya son conocidos... Así alegrarán a la iglesia y crecerán con incansable ardor: el camino del justo es como la luz de la aurora... Que esa luz crezca e ilumine la formación de los adolescentes... De ese modo ayudarán a cumplir nuestros deseos e intereses espirituales... De todo corazón damos nuestra bendición apostólica a vuestro Superior General, a ustedes y a sus coadjutores, y a todos los miembros de la Sociedad de Jesús”.[6]

El papa Paulo VI dijo:

“Desde el tiempo de su restauración, esta familia religiosa goza de la dulce ayuda de Dios y se ha enriquecido rápidamente progresando en gran manera... los miembros de la Sociedad han realizado muchas obras importantes, todas para la gloria de Dios y el beneficio de la religión católica... la iglesia necesita soldados de Cristo con valentía, armados de una fe sin temor, listos para enfrentar dificultades... por esa razón tenemos una enorme esperanza en la ayuda que brindarán sus actividades... que en la nueva era la Sociedad marche por el mismo sendero honorable que recorrió en el pasado...

“Declarado en Roma, cerca de San Pedro, el 20 de agosto de 1964, durante su segundo año como papa”.[7]

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El 29 de octubre de 1965, “L’Osservatore Romano” anunció: “El reverendísimo padre Arrupe, general de los jesuitas, celebró la santa misa para el Concilio Ecuménico el 16 de octubre de 1965”.

Vemos aquí la apoteosis de la “ética papal”, el anuncio simultáneo de un proyecto para beatificar a Pío XII y a Juan XXIII: “A fin de fortalecernos en nuestro esfuerzo por alcanzar una renovación espiritual, hemos decidido iniciar los procedimientos canónicos para beatificar a estos dos grandes y piadosos pontífices a los que tanto amamos” (Papa Paulo VI).[8]

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Nuestro deseo es que este libro le revele la verdadera naturaleza del amo romano, cuyas palabras son tan “dulces” como feroces son sus hechos secretos.


1. Adolphe Michel, “Les Jesuites” (Sandoz et Fischbacher, París, 1879).

2. O. Michel, op. cit.

3. Véase Edmond Paris, Le Vatican contre l’Europe (Fischbacher, París; P.T.S., Londres); y L. Duca, “L’Or du Vatican” (Laffront, París).

4. E. Paris, “The Vatican against Europe” (P.T.S., Londres).

5. Saul Friedlander, “Pie XII et le IIIe Reich” (Ed. du Seuil, París, 1964).

6. L’Osservatore Romano, 20 de octubre de 1961.

7. L’Osservatore Romano, 18 de septiembre de 1964.

8. L’Osservatore Romano, 26 de noviembre de 1965.